todos los miércoles y sábados, desde hace unos meses, un grupo de tres o cuatro chicos de entre 8 y 13 años pasa por la puerta de mi casa, a eso de las 19 hs. al parecer, la calle en la que vivo forma parte del principio del último tramo que hacen dos veces por semana.
suelen llegar cansados y hambrientos. siempre se sientan en la puerta, llaman una vez al timbre y esperan.
la primera vez que vinieron fue en verano. hacía muchísimo calor. sólo pidieron un poco de agua. los atendí y les di una botella de agua bien fría a cada uno.
desde ese entonces, los he visto unas cuatro o cinco veces contando el encuentro de hoy.
sé que no cambio su realidad por darles de comer dos veces a la semana. sé que al terminar se levantan, van hasta el carro repleto de cartones y vuelven a tirar de él. sé que no termino con la pobreza ni con la indigencia del mundo. lo sé, pero no se trata de eso.
se trata de hablarles como a iguales, de no sentir ni asco, ni rechazo, ni miedo al atenderlos.
se trata de darles de la comida que tengo en la heladera de mi casa, no una comida más barata o la comida que sobra o no necesito.
se trata de mirarlos a los ojos, de hacerlos sentir personas.
se trata de erradicar el miedo y el odio que nuestras diferencias nos hacen sentir.
se trata de mostrarles que podría ser yo quien esté tirando de un carro.
1 comentario:
Esta gente está demasiado acostumbrada a que la miren con asco o miedo.
Yo siempre tengo mucho cuidado de no hacerlo, porque hay algo tan jodido como tener hambre: sentirse despreciado.
La fidelidad y la estima que genera el afecto debe ser una de las cosas más potentes del mundo.
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